Nuestro sol embebe nuevamente esta parte de la curva de la tierra, sobre leves nubes. Un nuevo día comienza y el llano de mi patio se ilumina una vez más, como tantas otras después de la madrugada.
Mientras me abro paso, a través de los barrotes de hierro que hacen de puerta, voy hacia ese lugar donde la única magia es el cantar de los pájaros, sí es que vienen. Me encuentro conmigo mismo en el lugar de siempre, acomodando un viejo cajón de cerveza que hará las veces de asiento, uno incómodo, lo cual iniciará una cuenta atrás cual reloj de arena, ya que el pasar tanto tiempo sentado en él provoca que se te duerman las piernas, pero ahí estás, esperando... A que la primavera ya no acaricie las hojas con su suavidad y vuelvan los abrasadores días de verano, donde la piel tersa se vuelva como los cauces de ríos secos y los días ya no recorran los minutos en sus barcas, sino a pie, buscando un escondite en el otoño para olvidarse del frío , mientras esperan a su adorada primavera. Sueñan con batir las alas las mariposas sobre las flores, y con los picos los colibríes libando campanitas, agregándole una música invisible al lugar. Me he convertido en la espera, en lo que sucede mientras mis ojos recorren el pequeño paisaje de las plantas a las que cuido, el patio, mi patio, es un lugar de brevedad. La lluvia del agua es un largo llanto que desahoga algún lugar dentro de mi pecho y da vida al verde y blanco y demás colores y matices de las hojas y flores que me acunan mientras mi sollozo se pierde en los reflejos del sol sobre las gotas de agua. Un haz de luz despierta,me despierta del ritual y otra vez vuelvo a la celda gris, a la que los días me condenan.