miércoles, 13 de noviembre de 2019

Lo que nunca te conté.

   La primera vez que escuché hablar a alguien sobre fantasía no fue en la escuela, como sucede normalmente, fue en la casa de un vecino. Tenía 5 o 6 años, no lo recuerdo bien, pero creo que él siempre vivió al lado de casa, en ese entonces yo no era un niño con muchos amigos, las pocas personas que completaron los días de mi infancia fueron mamá, papá, mis hermanos y hermanas, y esa pareja de rusos viejos que vivían enfrente.

   Un día, no sé cómo ni cuándo, este vecino y yo entablamos una amistad, la amistad que un infante y alguien mayor de 45 podría tener, como de padre e hijo. Creo que todo lo que sabemos se nos es enseñado ante de los diez años, el resto es solo poner cosas adentro de un cesto de basura , que se guarda en el cerebro y ahí quedan hasta que decidamos cómo podemos reutilizarlo. Horacio, mi vecino, llegaba de trabajar tarde, a eso de las cinco o seis y casi todos los días, iba a buscarlo. Cuando yo tenía más o menos 5 años, antes de siquiera aprender a leer, me había enseñado a jugar al ajedrez, es mi juego favorito. Sabíamos todas las reglas, excepto una: la cantidad de casillas que se mueve el alfil. Me dijo muchas veces que iba a preguntarle al amigo que se lo vendió cómo eran las reglas. Las piezas eran de madera, unas pintadas de blanco y las otras guardaban en su barniz el color de la madera, se podían guardar perfectamente todas las piezas en el tablero, que a su vez era una caja de madera. Pasamos muchas tardes jugando en su cocina. Todo en su casa estaba hecho de esa madera color caoba que tanto le gusta a los adultos.

    Un día Horacio me invitó a comer en su casa y Ana, quien ahora sé que fue su esposa, siempre ponía la mesa. Mi amigo cocinaba pastas caseras, tiempo después descubrí que él durante mucho tiempo habría trabajado de cocinero. Tomábamos jugo pent10 y mirábamos la tele, me hizo enamorarme de los dibujos de Hanna Barbera y de los delirios de Cartoon Network.

   Los días, transcurrieron sin chistar entre repiquetear de las agujas de relojes, pasaron afianzando nuestra amistad con Horacio. Mientras jugábamos en el patio, seguramente con agua, escuché el crujir del techo y me asusté, en mi infancia de niño que come barro y espera a ver algún bicho saltar del pasto para ir a otro lugar, solo cabía la posibilidad de que ese ruido fuese alguien caminando por sobre las chapas, pero no, él señaló el techo y  se puso el dedo sobre la boca e hizo muy fuerte ‘shhh’ y dijo: Tengo un secreto que contarte, ahí arriba vive un dragón que tengo escondido, lo están buscando y yo lo defiendo, nadie tiene que verlo. Yo sabía que eran los dragones, pero para mi los dragones estaban muy lejos, o no existían. Horacio me convenció de que sí, porque cuando le pregunté por qué no lo podía ver desde la calle me dijo “Porque es invisible y cuando tiene miedo se va a esconder al tanque de agua” así, con una respuesta tan breve me dio el regalo más hermoso que un niño puede llegar a tener nunca, la fantasía. En otra de estas aventuras me encontré que en la cocina de su casa había una caja, una caja que de vez en cuando se movía, me animé a preguntarle y sin darle importancia me respondió “Es un robot” quedé fascinado, y al igual que con el dragón, le pregunté si podía verlo y la respuesta fue que no, porque al robot le daba vergüenza.

    Quizás fuera un sábado o un domingo, me mostró su máquina de escribir, una Olivetti Linea 48, de un color entre crema y oliva, siempre estaba envuelta en una funda de plástico. Horacio me preguntó si quería escribir, no sé qué le dije, pero seguramente fue algo como “Yo no sé escribir” y así y todo me dijo que vaya con Ana, para que me lavara las manos, cuando volví él ya había puesto una hoja en la máquina y dijo “mira, se hace así” probablemente haya tecleado mi nombre , pero no importaba, porque yo aún no sabía leer, luego me dió la indicación de hacer lo mismo que él y así, como quien ha dedicado su vida entera a los libros infumables, yo empecé a teclear y las letras, las sílabas y quizás alguna palabra producida por el mero azar, aparecieron en la hoja. 

   En vísperas de mi cumpleaños recibí un regalo muy triste; Ana y Horacio se iban, se mudaban a otro barrio, a una casa extraña de la cual tengo vagos recuerdos. Antes de irse me dieron la vieja Olivetti Linea 48 y unos rollos de tinta. En el primer libro que empecé a escribir, y nunca terminé, ese gesto tiene una dedicatoria: “Dedicado a Horacio, que me regaló mi primer máquina de escribir. Y a los desarrolladores de las computadoras y de Open Office que sin ellos básicamente no me hubiera gastado en escribir esto, las teclas de la máquina de escribir siguen siendo muy duras.”

   Duras, como la vida. La última vez que vi a Horacio fue en el hospital, tardó unos segundos en reconocerme, pero cuando lo hizo me dijo “Leito…” y me dio un abrazo, uno de esos que un niño de 5 años no entendería, y que yo, con 25, tampoco pude, porque jamás pude imaginar que sería el último. Tuvimos una corta conversación, yo tenía que volver a atender a papá, pero me contaste muy resumidamente todo lo que hiciste en la vida y me diste quizás uno de esos consejos que nadie pide pero que necesita: que intente hacer algo en la vida.

   El 4 de octubre del 2019, me contaron, la vida le puso punto final a los capítulos de la tuya y yo, con estas líneas solo quería darte las gracias y mostrarte que finalmente aprendí a hacer que las letras se unan y formen palabras con sentido, que la imaginación que me regalaste está presente y que lo que quiero en esta vida es continuar escribiendo acerca de ella, de vos, de papá y por y para todas las personas de este mundo.


De “Leito” para Horacio, que en paz descanses.