Estuve pensando en lo afortunado que soy por tener las herramientas que tengo para fingir que soy un escritor y poder jugar a ello con la soltura de quien se pone sobre el paño del pool y emboca todas las bochas a la primera.
¿Cuántos de nuestros escritores preferidos elegirían autopublicarse en digital? Yo creo que la respuesta es “depende”. Los hubo quienes buscaban comer del oficio y otros que solo querían decir lo que dijeron. Esta pregunta me la hago a mi mismo al decidir publicar la colección de haiku ¿Qué es lo que buscas vos, Leandro?
Yo no tengo una respuesta clara, siempre quise contar una historia, la historia de las cosas cotidianas. Del colectivo que cada día tarda más en venir y más en llegar a donde me tengo que bajar. De la cantidad de baches que esquivamos, subidos en este automóvil de muchos asientos. Las flores del camino y sus enjambres de avispas y abejas disputándose la comida. Esta cantidad de veces en la que mirar por la ventana se convierte en el único descanso de todo el día. De esa pareja que se abraza sin ganas porque sabe que es la última vez que se van a ver, aunque no lo sepan. Del fracaso de los trabajadores en la búsqueda de la felicidad porque no conocen la diferencia entre triste y feliz. Que en esas casas hay historias amargas, llenas de fantasmas sentados en la mesa y de mesas vacías esperando el ruído de los platos del medio día. Quiero escribir de las nubes que hacen llover sobre el huerto de la niña que empieza a germinar su primer poroto. Y también de la alegría de la misma al ver que la semilla se convierte en algo, así como lo descubrí cuando tenía su edad. A pretender con esto que todo lo que nos queda es la perdición, pero que podemos elegir dónde perdernos. Seguir los laberintos de otros escritores y ojalá nunca encontrar la salida, pero sí cosas para jugar entre medio, aún así sea contar los días que quedan. Todos los caminos llevan a mis ciudades imaginarias, en donde todo me va relativamente mejor que hora, no importa cuándo yo mismo lea esto.
Calderón de la Barca dice: “y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi.”
Por las noches tengo un sueño diferente al de la mañana. Y algunas veces soy alguien que no escribe ni dice una palabra, pero escucho, aunque esté haciendo lo anterior. ¿A qué oficio pertenecen mis manos? Sí no es al barro de las letras. Sí no es acaso al sueño en que Horacio me metió ese día en el que me enseñó un alfabeto desordenado en su, ahora mía, máquina de escribir.
Ray Bradbury cuenta sobre cómo se gastó sus centavos en las máquinas de escribir del sótano de una biblioteca. Y otros vendieron hasta lo que no tenían para estirar un poco el alquiler de sus viviendas. Escritores que en la miseria y con el miedo corriendo a la par de sus dedos terminaron por escribir obras maestras que hoy consideramos como clásicos de la literatura.
Algunos recibimos llamados formales donde se nos anunciaba el haber ganado un concurso, o al menos una mención.
Y así empezamos a escribir de forma más habitual. En las mañanas junto al desayuno, los que tenemos la suerte de poder desayunar y sino, acompañando al hambre y la rabia. Encerrados en bibliotecas, en el baño, en algún lugar de la casa o fuera de ella. Pensando en hacerlo mientras caminábamos y se movían las ruedas incesantes de esa maquinaria puesta en marcha por los días a la que llaman neurona.
Tuvieron la suerte de haber nacido en cunas de letras y otra parte ajena en otra cuna donde el devenir era una historia por ser contada, una historia hecha a base de maña más que de licencia. El mismo sol acarició todas las pieles e iluminó sus hojas con su fuego en sus velas y a ese barco de ideas lo encalló en todas las hojas, incluso las que se volvieron al mar vueltas solo pulpa, sin haber mostrado jamás sus palabras.
Algunos tenemos la suerte de estar de este lado de las palabras, mientras hay otras personas viviendo la historia que contamos.
Escribo porque un día hará falta recordar los sonidos que dejaron quienes me rodearon, ese abrir y cerrar de puertas. La llegada y la ida. Y la ira encendida al saber que moriríamos, tarde o temprano y que un día hará falta recordar las palabras que nos dijimos. Yo escribo porque aprendí la magia de hacerlo antes de saber interpretar el hechizo.
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